por C. Douglas Lummis
Los países más pobres nunca alcanzarán el nivel económico de los ricos en un sistema mundial capitalista que genera la desigualdad y se sustenta en ella. El autor da una dimensión política a la división entre ricos y pobres y sugiere que la solución radica, por lo tanto, no en el "desarrollo económico" sino en una justicia distributiva.
Fue en 1949 que Harry S. Truman, en su discurso de inauguración de la Presidencia de Estados Unidos, anunció un programa nuevo que se aplicaría en gran escala para "desarrollar a los países subdesarrollados". A través de la inversión en esos países y ofreciéndoles ayuda técnica y económica, se les permitiría avanzar hacia la "prosperidad última".
La idea no tenía precedentes. Incluso la expresión "países subdesarrollados" era nueva; antes del discurso de Truman era prácticamente desconocida como término técnico de la economía.
Por supuesto que lo que la inversión y la ayuda lograrían -y lograron- fue el ingreso "en masa" de los pueblos del mundo a la economía capitalista dominada por Occidente. Truman no explicó por qué se suponía que esto elevaría el nivel económico de los pobres del mundo, cuando es bien sabido que el capitalismo ha agudizado siempre la diferencia entre ricos y pobres.
A pesar de su inviabilidad, esa idea ha predominado en el pensamiento de la economía internacional durante medio siglo. Cuando alguien dice "desarrollo", casi todos se imaginan un proceso a través del cual los países pobres "llegarán al mismo nivel" que los ricos. Pero cuando leemos las estadísticas que indican que la diferencia entre los países ricos y pobres continúa profundizándose, o que (por ejemplo) la muerte por inanición actualmente es equivalente a la caída de 300 aviones "Jumbo" por día, nos inclinamos a pensar más bien que "el desarrollo no funciona", y no que "así es cómo funciona el desarrollo".
Este "desarrollo económico" ha funcionado durante medio siglo y sus resultados catastróficos los tenemos frente a nosotros. Entramos en un nuevo siglo, y tal vez sea un buen momento para evaluar algunas de las razones por las que "llegar al mismo nivel a través del desarrollo capitalista" ha sido siempre, y seguirá siendo, un sueño imposible.
En primer lugar veamos las estadísticas. Según el Informe sobre el Desarrollo Mundial 1988, del Banco Mundial, el producto nacional bruto (PNB) per cápita de los 20 países más ricos fue de 12.960 dólares para 1986, con una tasa de crecimiento anual de 2,3 por ciento. Un simple cálculo da un aumento anual del ingreso per cápita de 298,08 dólares.
El PNB per cápita de los 33 países más pobres fue de 270 dólares en ese año, con una tasa de crecimiento anual del 3,1 por ciento. El mismo cálculo da un aumento del ingreso per cápita de 8,37 dólares en un año. Para que esos países llegaran al aumento de 298,08 dólares de los países ricos, se requeriría una tasa de crecimiento anual de 110,4 por ciento.
Por supuesto, si los países pobres mantienen durante mucho tiempo un tasa de crecimiento mayor que la de los países ricos, teóricamente podrían al final llegar al mismo nivel. ¿Cuánto tiempo llevaría eso?
Suponiendo que las cifras de crecimiento del Informe sobre Desarrollo Mundial continuaran incambiadas, podemos calcular que los países pobres alcanzarán el nivel de ingreso de los países ricos de 1986 en 127 años. Pero todavía no estarían al mismo nivel, puesto que los países ricos se habrán desarrollado más.
Con esas tasas, los países pobres alcanzarán a los países ricos dentro de medio milenio, 497 años para ser más precisos. Para esa época, el ingreso per cápita mundial será de 1.049 millones de dólares por año. Pero en realidad el ritmo de crecimiento de los países más pobres, con excepción de India y China (fue en gran medida la tasa de crecimiento de cinco por ciento proporcionada por China y la vasta población lo que sesgó las cifras) es menor al de los países ricos, lo que significa que nunca estarán al mismo nivel. Y muchos de ellos tienen tasas de crecimiento negativas.
Sin base en la realidad
Estas elucubraciones estadísticas sirven para ayudarnos a ver lo fantasioso de la idea de "estar al mismo nivel" (un ingreso de 1.000 millones de dólares para todos en el planeta, ¿qué significaría?). Pero una proyección de ese tipo también induce a error ya que no tiene base en la realidad de la economía internacional. El sistema económico mundial está concebido para transferir riqueza de los países pobres a los países ricos. Gran parte de la "riqueza económica" de los países ricos es riqueza importada de los países pobres. ¿De dónde podría importarse riqueza como para crear las mismas condiciones para todos?
El sistema económico mundial genera desigualdad y se sustenta en la desigualdad. Así que aunque fantaseamos con un mundo de multimillonarios iguales para dentro de 500 años, no es algo que ocurrirá dentro de las reglas de este juego. Es como imaginarse un casino en que las ganancias del cliente sean iguales a las de la casa. El juego no está pensado para eso.
Luego está el aspecto ambiental. Tal vez llegar al nivel de los ricos signifique no solamente tener tanto dinero como ellos sino también poder consumir tanta energía como ellos. Se ha estimado que si la población mundial actual viviera con el nivel de consumo de energía de la ciudad de Los Angeles, se necesitarían cinco planetas Tierra.
La estadística es dudosa, pero podría excederse en dos o tres planetas Tierra e igualmente seguiría el mismo problema: no es algo que vaya a ocurrir. (Y es importante recordar que esos niveles de consumo no han producido igualdad económica ni tampoco han eliminado siquiera la pobreza de Los Angeles: siempre existen ricos fabulosos y pobres desesperados en esa ciudad).
La división entre ricos y pobres, pues, es un axioma construido dentro del "fenómeno" de los "ricos". Es un fraude exhibir a los ricos del mundo como una condición a la que todos tienen la posibilidad de acceder. Sin embargo, esto es precisamente lo que hace el mito de "alcanzar el mismo nivel". Pretende ofrecerles a todos una forma de riqueza que presupone la pobreza relativa de algunos. Idealiza las vidas de quienes hacen menos de su parte en el reparto del trabajo mundial (porque otros hacen más); de quienes consumen más de lo que les toca de los bienes del mundo (porque otros consumen menos); y cuyas vidas son agradables gracias a los servicios de gente menos pudiente.
Riqueza y prosperidad
Pero la riqueza no es, por supuesto, la única forma de la prosperidad. Hay otras formas en que ésta puede compartirse, pero esas formas de prosperidad dependen más de decisiones políticas colectivas que de procesos económicos. La expresión "mancomunidad" es, después de todo, una traducción del latín "res publica", cosa pública, república.
La prosperidad común puede tomar su expresión física en cosas tales como caminos públicos, puentes, bibliotecas, parques, escuelas, iglesias, templos u obras de arte que enriquecen las vidas de todos. Puede tomar la forma de bienes de uso común: tierra agrícolas, parques o zonas de pesca compartidos. Puede tomar la forma de ceremonias compartidas, días festivos, festivales, danzas, entretenimientos públicos.
Es perfectamente posible que una comunidad ponga énfasis en su riqueza común y al mismo tiempo cultive el gusto de la moderación privada. Esas opciones son políticas, si por política nos referimos a tomas de decisión fundamentales en una comunidad, tal como la forma en que se distribuyen sus bienes.
Nada de lo expresado pretende sugerir que la desigualdad no es un problema del mundo; indica que no es tanto un problema económico sino un problema político, y que su solución no es el desarrollo sino la justicia. Espero que las ideas expuestas puedan ayudar a recordarnos la debida ubicación social del problema de la desigualdad económica. El problema de la desigualdad radica no en la pobreza sino en el exceso. En una definición más precisa, el problema de los pobres del mundo se convierte en el problema de los ricos del mundo.
La ideología del desarrollo económico ha enseñado a la mayoría del mundo a sentir vergüenza por sus hábitos de consumo tradicionalmente moderados; si se deja al descubierto el fraude que es esa ideología, tal vez se pueda enseñar a la minoría del mundo a que vea la vergüenza y vulgaridad de sus hábitos consumistas y la doble vulgaridad de encaramarse en las espaldas de otros para mantener esos hábitos.
Aristóteles escribió las siguientes palabras sabias: Los mayores crímenes se cometen no por el bien de las necesidades sino por el bien de las superficialidades. Los hombres no se convierten en tiranos por el hecho de evitar quedar a la intemperie.
C. Douglas Lummis es profesor de teoría política en el Colegio Tsuda de Tokio y es autor de Democracia Radical (Cornell, 1996).
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